martes, 15 de noviembre de 2016

"MONTACERDOS" (1981) DE CRONWELL JARA: SERES INMORTALES EN LA BARRIADA PERUANA. Por FRANK OTERO LUQUE.


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CRONWELL JARA JIMÉNEZ

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FRANK OTERO LUQUE.






“Los hombres son libres, y la vida humana comienza al otro lado de la desesperación”
Sartre, Las moscas

Montacerdos (1981) es una novela breve [1] de Cronwell Jara Jiménez (1949-…) que constituye el texto embrionario de Patíbulo para un caballo (1989), una novela mayor, considerada una pieza fundacional de la narrativa sobre la barriada peruana (Vich, “Entre el mito y la historia” 139). Luis E. Cárcamo-Huechante vincula acertadamente a Montacerdos con la tradición literaria de Enrique Congrains Martin (1932-2009) en Lima, la hora cero (1954), y de Julio Ramón Ribeyro Zúñiga (1929-1994) en "Los gallinazos sin plumas" (1955), obras que tratan sobre la vida miserable de los habitantes de las barriadas en la ciudad de Lima “(Cuerpos excedentes” 169) [2].
El protagonista de Montacerdos es Yococo, un niño travieso y feliz a pesar de su extrema pobreza y de su precario estado de salud, debido a una sempiterna llaga purulenta causada inicialmente por una picadura de araña. La herida “le quedó infectada, le lloró hasta crecer y crecer como tarántula de pus, chupándole el seso, para chisguetearle, fino, un hilito de sangre de cuando en cuando. Y el mal oler [sic]. Insoportable” (18) [3]. Griselda es la madre de Yococo y de Maruja, una niña un poco mayor que su hermano. El padre de Yococo  —la novela no indica si también lo es de Maruja— está muerto, pero ejerce su influencia desde el más allá: “[L]a araña era el difunto brujo de tu padre, Yococo. Si no araña, se hacía zancudo. Si no zancudo, se hacía alacrán. En todos ellos podía vivir el dijunto brujo de tu padre” (18), le dice la madre al niño, que ha heredado poderes sobrenaturales del padre, puesto que el pequeño es insensible al dolor físico y, debido a esa particularidad, es llamado por sus amiguitos “el inmortal”: “Lo creían un muerto. Un muerto vivo. Un muerto vivo pudriéndose. Un inmortal. Y que se burlaba de los seres vivos” (10). 
Maruja es la narradora de Montacerdos. Relata la época en que ella y su familia se instalan en una barriada, tras migrar de algún lugar desconocido y cruzar la pampa de Amancaes: “Mamá cargando su ruma de palos y cartones. Yococo jadeando apenas, debajo de su ruma de carrizos y costales. Eso era todo. Traíamos nuestra casa en hombros” (7). Andrea Fanta Castro denomina “cuerpos residuales” a “los remanentes humanos de la generalizada violencia social, política y económica inherente a las sociedades de consumo” (Residuos de la violencia xiv) [4].  Sin duda, Griselda y sus dos hijos, quienes pueden llevar a cuestas la totalidad de sus posesiones materiales, son esos cuerpos residuales. Fanta añade que “tanto la memoria como el pasado del cuerpo residual se encuentran perdidos” (ibídem 21). Probablemente, por esa razón, Maruja dice: “No sé de dónde habíamos venido ni adónde habíamos llegado” (7) [5].
Podría pensarse que la novela se titula Montacerdos porque Yococo se convierte en el diestro jinete de un marrano, el Celedunio [6]. No obstante, en la introducción de la obra se indica que la barriada limeña en donde se desarrollan los hechos se llama Montacerdos (7). Cabe mencionar que la barriada que sirve de escenario a Patíbulo para un caballo se llama igual [7]. En cuanto a las coordenadas temporales, Montacerdos podría estar ambientada alrededor de 1981, el año en que fue publicada la novela, que coincide con las tensiones sociales, políticas y económicas que se vivían en el Perú al inicio de la Guerra Interna (Cárcamo-Huechante 170).  Por otro lado, Vich señala que, en 1989, cuando Patíbulo para un caballo salió de la imprenta, el referido conflicto armado alcanzó un pico tan alto de violencia que propició una segunda gran ola migratoria de los Andes a la costa, sumándose a la que ya se había iniciado desde finales de los años cuarenta (139). Pero los hechos que se narran en Montacerdos también podrían haber ocurrido en 1948, el año en que Vich sitúa la historia de Patíbulo para un caballo (140), puesto que las barriadas del Rímac surgen en la década de 1950 (Pacheco Ibarra, “La fiesta de San Juan de Amancaes”). Específicamente, la pampa de Amancaes, que había gozado de protección estatal hasta 1864 (Watson, “Arte y literatura en el costumbrismo peruano decimonónico” 57), fue invadida masivamente a mediados del siglo XX.
Cuando Griselda y sus hijos se aproximan por primera vez a Montacerdos, los perros salen a su encuentro y les ladran (8). Esta escena prefigura el rechazo a los advenedizos por parte de los habitantes de la barriada, quienes “[n]o podían creer que vivíamos [viviéramos] apretados a una pared, como arañas” (11). Los arácnidos, otros insectos y roedores son un leitmotiv en la historia de Yococo. Al día siguiente de que Griselda sentenciara “Alcemos la quincha, ahora […] Aquí nomás, si no los perros nos comen” y “[m]amá arrojó al suelo la ruma de palos y cartones y alzó nuestro pequeño laberinto de colgajos” (9), “Yococo fue el centro del espectáculo en la mañana que nos aguaitó ahí mismo”. A los niños de la barriada que, curiosos, lo rodearon, “Yococo les mostró una caja y aparecieron seis alacranes vivos y cuatro cucarachas muertas […] Metió la mano a un bolsillo y sacó dos pericotes, uno muerto y el otro medio muriéndose. Luego fue a casa y sacó su botella preferida con cientos de arañas y moscas vivas peleándose dentro” (10). 
A Griselda y sus hijos la gente los considera una “[r]ara familia de muertos. Muertos vivos. Pudriéndonos” (11), especialmente a Yococo, a quien los niños de la barriada “le tocaban despacito por [sic] ver si era de verdad, si era humano; condolidos, mofándose de él, riéndose con pena, mirándole los harapos y la llaga pestilente que reventaba en su cabeza […] ¿cómo era que Yococo podía vivir teniendo tanta llaga, mitad pus, mitad costra, tan grande como sandía rajada y casi abierta, deshaciéndose en la cabeza. Pero Yococo se divertía más riéndose de todos aquellos que lo miraban embobados y les arrancaba los panes que traían en la mano” (8-9).
Evidentemente, Yococo y su familia pasan hambre y deben saciarlo como sea: “Silbando la noche, mamá Griselda encendió la hoguera y desapareció el mundo alrededor de la candela. Yococo había cruzado la alambrada que da a la chacra y había robado unos choclos ya dientones y olorosos. Antes, había cazado dos cuyes tal como mamá se lo había enseñado [8]. Ahora ya sé que a esos cuyes los llaman con otro nombre horrible […] Los chibolos se reían porque yo los llamaba cuyes […] [S]e tapaban la nariz y la boca, con asco” (12). “Esa noche comimos cuyes y choclos fritos y yo ya no iba a vomitar. Vomitaba sólo cuando mamá me forzaba a comer cucarachas” (14).
El adjetivo “indigentes” resulta insuficiente para calificar a Griselda y sus hijos por la paupérrima vida que llevan. La dramática situación de esta familia es extrapolada al ámbito social en Patíbulo para un caballo: “Estamos sobre la miasma. Olemos a mierda. Comiendo carne de rata; tuzas, raíces de caña, palos, chala seca; lo que mastican los chivos y los puercos; durmiendo sobre colchones de moscas, con gente desesperada que no teniendo nada que comer, empieza a cortarse los dedos, las orejas, para cocinarlos y dar qué comer a los hijos, y es macabro, truculento, espantoso, ¡pero es cierto!” (281), le dice la Santísima al cura Villalobos, que trata de persuadirlos de que depongan su actitud de residente ante las autoridades.
En Montacerdos, el dueño de la casa contra la cual se apoya la choza que ha parapetado Griselda le pide al presidente de la junta directiva de Montacerdos que los eche de la barriada, esgrimiendo como argumento sus “reprobables” hábitos alimenticios: “[S]on sucios como ratas. Se las comen. Están convirtiendo en madriguera y chiquero de cerdos mi propia casa. Nos van a pasar la peste bubónica” (19). Atendiendo a estas razones, que le resultan totalmente convincentes al presidente de la barriada, éste les da a Griselda y a sus hijos una semana de plazo para que se marchen.
Daniel Castillo Durante emplea el concepto de “basurización” para referirse a los mecanismos estratégicos que utilizan los países hegemónicos (Centro) —incluyendo el discurso, también hegemónico [9]— para descongestionar sus residuos en otros países que utilizan como basurero (Periferia) (“Los oscuros senderos” 21) [10]. Vich extrae la esencia del concepto “basurización” acuñado por Castillo Durante  (143) y lo utiliza para analizar las relaciones de poder entre los personajes de Patíbulo para un caballo, que se hallan agrupados en torno a dos bandos antagónicos: las autoridades y  las llamadas “fuerzas del orden” —en realidad, de represión—, de un lado, y los habitantes de Montacerdos, del lado contrario. Por ejemplo, en Patíbulo para un caballo Dantón Pflucker, el comandante de los fusileros, le increpa al padre Villalobos cuando se le enfrenta en defensa del Puma: “Yo no entiendo cómo es que pueden existir espíritus que apoyen a estos puercos [los inmigrantes de la sierra] que sólo llegan a Lima a atosigarla de inmundicia, a envenenarla con su podrida habla pestilente a coca y a llenar las calles de indigencia y sarna; a mendigar y saturar las escuelas, y a ocasionar deplorable aspecto con sus ropajes de vagos y piojos. ¿No se imagina la Iglesia las enfermedades que nos acarrean y las probables epidemias a las que nos someten? ¿Ni el desorden económico que ocasionan al país?" (294). En este fragmento puede apreciarse de qué manera los prejuicios y falsedades acomodaticias se convierten en paradigmas discursivos que los centros hegemónicos ponen en circulación, y que constituyen en sí mismos una forma de basurización.
Retomando el hilo narrativo de Montacerdos, vence el plazo que les ha dado el presidente de la barriada y los inquilinos precarios no se han mudado, así que les incendian la choza [11]. En esta situación de desamparo, Griselda y sus dos pequeños no son más que “cuerpos residuales”, para usar la terminología de Fanta. Entre los escombros, que son mínimos en cantidad material cuantificable, Yococo ubica lo que fuera su más preciado tesoro: “unos ratones y alacranes achicharrados y el revoltijo de vidrios de su botella de moscas con arañas carbonizadas” (22). Al día siguiente, “[a]manecimos detrás de un quiosco de madera. Levantamos nuestra casa en un cerrar de ojos. A oscuras, cuando nadie nos veía y no podían molestarnos. Pero ahí hacía mucho frío y los ojos de las ratas me daban miedo. Cientos y cientos de ratas habían llegado a vivir debajo del quiosco mucho antes que nosotros. Las pulgas nos picaban, el frío mordía y no dejaban dormir. Y zumba y zumba dándonos su negra serenata toda la noche los zancudos” (23).
Al poco tiempo la salud de Yococo empeora: “Griselda “con su saliva le limpiaba las legañas, acariciándolo. Luego, conteniendo el asco y la respiración se acercaba a esa charola de pus y pelos. Le limpiaba herida por herida con orines tibios de ocho días, del mismo Yococo, hervidos antes con hojas de yantén y yerbabuena. Pero la cosa iba cada vez peor porque Yococo se quedaba mudo y sonso a veces. Sonámbulo en cualquier lugar […] Que daba ya apariencia de difunto. Y yo veía que se iba muriendo de pie, sin quejarse, chupado de pellejos, que se le hinchaba la cara, la cabeza, y que ahora se le notaba como nunca el esqueleto […] Que parecía más difunto. Que se muere. Que se muere mi gorrioncito” (24-25). Griselda y Maruja escarban en los basurales para conseguir algo vendible que pueda generarles algo de dinero para poder comprar la medicina que necesita Yococo: “Íbamos entonces mamá Griselda y yo por los basurales confundiéndonos pronto en un bosque de revoltijos pestilentes, en un mar de ratas envenenadas y gatos agusanados por todo lugar. Y nos poníamos a escarbar compitiendo y peleando con perros vagabundos, gallinazos destartalados y las muchas garras de mendigos hambrientos, en donde gusano, gallinazo, perro y gente, valíamos la misma nada”  (25).
En este pasaje se sienten fuertes resonancias de “Los gallinazos sin plumas” (1955), el cuento de Ribeyro en el que dos niños, que son hermanos, rebuscan los basurales [12]. La gran diferencia es que, en “Los gallinazos sin plumas”, los niños se desplazan de su casa hasta un basural, en donde escarban la basura para alimentar a un cerdo, en tanto que, en Montacerdos, Maruja y su madre se hallan allí mismo, en el basural del basural, en donde rescatan materiales que luego venden al intermediario de un reciclador con el propósito de generar algo de dinero para comprar las medicinas que Yococo necesita: “Buscábamos fierros y vidrios que juntábamos en cajones y latas para venderlos al señor del triciclo que nos compraba esas cosas. Pero, ¡nos pagaba tan poco!, que no alcanzaba gran cosa para comprar medicamentos para Yococo” (26).  Según Jean Baudrillard, la cantidad de basura que desecha una urbe guarda relación con el deterioro en la calidad de la sociedad que la genera (“La violencia política y la violencia transpolítica” 325).  
Desesperada, sintiéndose impotente de curar a su hijo enfermo, “[m]amá Griselda entonces volvía a llorar viendo a su hijo más chupado por las fiebres y más hinchado por las llagas, cabizbajo, muriéndose en pie: que no se muera mi niño. Dioooss, sálvalooo. Y luego lloraba a gritos, aullando […] [D]e cólera se ponía a comer tierra […] Y lloraba así, arañándose la cara y jalándose con rabia los pelos” (26). En ese estado de degradación de la dignidad humana, Griselda y sus hijos se convierten en una parte del basural. ¿Y Dios? ¿Dónde está Dios? ¿Qué hacen ante este drama quienes se llaman a sí mismos sus intermediarios? Griselda y sus hijos ni siquiera pueden refugiarse en la religión: Haciendo la salvedad de que su madre nunca había pedido limosna, la narradora relata que un domingo fueron a la iglesia para rogarle a Dios por la salud de Yococo y que, al momento de la comunión, el cura “los miró desconcertado, no supo qué hacer, y luego hizo como si Yococo y mamá fuesen invisibles. No los vio. […] Y jamás les dio la hostia” (26-27). Baudrillard sostiene que la indiferencia y el odio son mecanismos mediante los cuales la sociedad se exorciza a sí misma cuando ha perdido sus valores y cuando los seres humanos que la conforman se convierten en el desperdicio de su propio desperdicio  (326).
Después de que les incendian la covacha a Griselda y a sus hijos, en el club de madres de la barriada deliberan acerca de la posibilidad de que ellos vivan en el local de la institución, pero finalmente deciden que no, porque la mayoría cree que Griselda está loca (23). Mas, cierto día Yococo se cae a una acequia desde lo alto de un árbol de pacae, en el que solía encaramarse para tocar la trompeta o el clarinete, y el agua sucia le contamina y agrava las heridas. En vista de la situación, en un acto de humanidad doña Juana, la presidenta del club de madres [13], invita a los desvalidos a que vivan en su casa y les asigna un rincón, cerca del palomar (28). Sin embargo, si bien a Griselda y su familia se les solucionan los problemas de vivienda y de alimentación, se les complica la vida en otro aspecto: Eustaquio, el esposo de Juana, aprovechando las ausencia de su mujer debido al trabajo que desempeña en el referido club de madres, fuerza a Griselda a mantener relaciones sexuales con él: “[D]on Eustaquio tumbó a mama en la cama, la desarmó como a una ranita, la hizo crujir los huesos. Echados volvieron a pelear de nuevo, arañándose mordiéndose, trenzándose como arañas […] [V]i cómo enfurecido él le abría las piernas a mamá y le bajaba un trapo […] cómo hecho un toro enfurecido don Eustaquio se hundía sobre ella, aplastándola, y cómo hacían esa cosita, temblando, como uno sobre otro lo hacen los cuyes. Parecía tan rico. Imaginé estar, en el lugar de mamá” (32)
El comentario que hace Maruja al final de esta parte sugiere cierto determinismo; es decir, la niña, que siente envidia de su madre, estaría condenada a correr una suerte similar [14]. Esta percepción se basa también en el hecho de que, cuando Maruja es testigo de la relación entre Eustaquio y Griselda, la agredida justifica al agresor: “Eustaquio, ese día no trabajaba. Vi cómo mamá se defendía a puñetes. Don Eustaquio le forzaba la falda, la levantaba en vilo y la llevaba hacia la cama. Creí que iban a matarla y esta vez lloré fuerte. Pero mama misma me dijo que me callara, que don Eustaquio era bueno y para prueba le besó la mejilla. Los dos dijeron que me fuera a ver las palomas, que les diera maicito” (32). El hecho es que Griselda ya había empezado a prostituirse desde antes de mudarse a casa de doña Juana: “Mamá Griselda a veces escuchaba un silbido que pronto se nos hizo familiar entre las sobras de la noche, y salía sigilosa, sola (23). Asimismo, cabe mencionar que el padre de Yococo dudaba de la paternidad del niño: “Creía que tú no eras su hijo. ¡Borracho desconfiau!” (18), le comenta la madre al vástago. En la historia hay otro pasaje de violencia sexual, pero perpetrada no contra Griselda sino contra Maruja. La propia narradora cuenta: “Pablo, sin que viera Yococo, me levantó en peso y me metió dentro de la casa. Como le digas a tu mamá, te mato. Te bajo el calzón y te meto un cuchillo; luego, todo el palo de escoba en el poto; luego, te clavo seis ajíes ahí delante, con pepa y todo, como al Celedunio [15], lo oí decirme” (31). No se indica si la niña llega a ser penetrada por su agresor.
Como era previsible, Griselda queda embarazada y, tan pronto Juana se entera, empieza a indagar sobre la identidad del responsable: “Diabla. ¡Quién ha sido, quién! Para denunciarlo a la policía […]” (34). Luego, le llegan a Juana las murmuraciones de los vecinos y le increpa a Griselda: “¿Qué es eso de que el Eustaquio ha pisado y hace poner huevo a dos gallinas?” (34). Desde ese momento la benefactora cambia radialmente de actitud ante sus —hasta entonces— protegidos: “[E]mpezó a renegar de mamá, ya no curaba a Yococo, al Celedunio lo arrojaba a escobazos, ya no se preocupaba de darnos de comer. Yococo y yo empezamos a extrañar los cuyes fritos” (34). Ante la hostilidad de Juana, Griselda decide que ella y sus hijos deben regresar al campo, pero no llegan a hacerlo porque Yococo, mientras jugaba cabalgando el marrano en medio de una persecución policial, es atropellado por la guardia montada: “Y Yococo, metido entre los perros, subido sobre el Celedunio, ladrando como perro […] Pasaban los caballos y Yococo: guau, guau, sobre el Celedunio. Los caballos los patearon y pisotearon” (36). Para Cárcamo-Huechante, esta escena evoca a los conquistadores, a los hombres a caballo que sometieron al mundo andino (171-72).
Mientras Yococo agonizaba luego de ser arrollado y revolcado por los caballos, Lolo y Pablo aseguraban  “[q]e sus huesos soldarían pronto. Que esa costilla que le saltaba del pecho no era nada. Que lo que vomitaba sólo era sangre de muerto. Un muerto vivo porque Yococo estaba muerto y no podía morir” (35). Finalmente, “Yococo murió esa misma noche […] Mamá Griselda murió a los dos días, vomitando por arriba, abortando por abajo” (37). Andrea Fanta subraya que la visibilidad de los cuerpos residuales “es posible [, precisamente,] por lo que resta, por el propio cuerpo que usualmente se debate entre lo vivo y lo muerto” (13).
Vich advierte que, en Patíbulo para un caballo, el personaje Pompeyo —Gorilón— Flores subvierte el ataque basurizador mediante un mecanismo de re-significación en un plano fantasioso. mágico (145). Es así que Gorilón sobrevive a un balazo en la cabeza que le descargan los fusileros y regresa a la barriada para ufanarse ante sus vecinos y amigos de su increíble —y heroica— resistencia:
                        —Pero, ¡cómo te han dejado, Gori […] ¿Y por qué esa venda?
                        —Por la bala —dijo Gorilón.
                        […]
                        —Nadie vive con una bala en la cabeza —dijo Pablo el Malo, incrédulo.
                        —No sería yo el primero que siga viviendo […] Tengo hambre. Un hambre de siglos.
                        […]
                        Se agachó y se quitó la venda. Nos mostró la frente.
                        —Miren. Está adentro. Y no me molesta. ¿La ven?
                        […]
                        —Eso es —dijo algo orgulloso de su fortaleza, anudándose la venda—. Ese forado fue hecho por la bala. Ahí duerme.
                        […]
                        —Pero un día a esa bala la cagaré por el culo. ¡Y me la pondré de collar! (121-22)

Con un actitud similar ante la adversidad, cuando a Yococo los niños del barrio “[l]e preguntaban: ¿te duele? […,] él decía que no y se reía señalando con su dedo de muerto a quien le hubo preguntado […] y volvía a arrebatar una naranja, un limón” (10). Damary Ordóñes, interpretando el concepto sartreano del ser-para-el-otro (El ser y la nada, 1943), puntualiza que “el observado puede escoger sólo dos actitudes: afirmarse como sujeto, apropiarse de la propia libertad y cosificar a quien lo observa [16], o bien, captar a quien lo observa como a aquel que lo convierte en una cosa, en el otro, pero a costa de perder la propia libertad y convertirse en un mero objeto” (“Acercamiento existencialista” 159). Yococo, insensible al dolor,  se vale de su precario estado de salud —que en gran medida es consecuencia de un sistema socioeconómico no equitativo, que le niega los cuidados médicos que requiere— para burlarse de quienes que, con su “mirada” (Sartre), intentan “basurizarlo”. Y ríe cuando los chiquillos de la barriada lo derriban del pacae en donde se ha encaramado para tocar su clarinete y evadirse del mundo pedestre: “Yococo trinaba su clarinete como pájaro […] El canto del pájaro churretita imitaba cuando los hombrecitos a jebazo [hondazo] limpio le arrearon piedras, una oleada de piedras. Y Yococo reía, seguía tocando [énfasis mío] hasta que cayó a las aguas de excremento y fango de la acequia, desplumándose en el aire como un pájaro […] Mamá lo fue a ver y, a palos, se lo llevó a casa. Lo calateó [desnudó] y lo dejó ahí como a una lagartija, sentado sobre una piedra. Y riendo, colmillos de piraña, ojos de rata, volvió al clarinete [énfasis mío]. (27-28). Tras sufrir este accidente, las heridas se le infectan a Yococo y su estado de salud se agrava. Sin embargo, logra recuperarse gracias a los esmerados cuidados de Griselda y de Juana (27-29), quien, dejando de lado el asunto del marido infiel, se apiada del desvalido niño.
En la narrativa peruana observo cierta tendencia a que, cuando el subalterno (para emplear el término acuñado por Gramsci, que luego desarrolla Spivak) lleva las de perder  recurra, además de a la parodia, a elementos mágico-fantásticos con la finalidad de nivelar su fuerza con la del antagonista, que suele representar al poder hegemónico [17]. En ese sentido, analizar este tipo de recurso mágico-fantástico puede constituir una valiosa herramienta epistemológica para comprender y explicar el entramado social del Perú. Manuel Baquerizo advierte con agudeza que, “Cronwell Jara se burla de todo el mundo: principalmente, de los poderosos y opresores […] En los cuentos abundan […] los milagros, los hechos insólitos y las situaciones inverosímiles; lo real coexiste con lo irreal, lo factico con lo ilusorio, lo posible con lo imposible […] Sin embargo, nada de esto hace perder a los relatos contacto con la vida” (“Cronwell Jara Jiménez y sus cuentos” 30-31).
Mientras que en Montacerdos se narra la historia de una familia que padece penurias porque no consigue, entre otras necesidades elementales, unos cuantos metros de la patria para establecer su vivienda, en Patíbulo para un caballo se cuenta el drama de los pobladores de una  barriada que luchan contra un gobierno que intenta cercarlos, aislaros de la gran Lima y desaparecerlos (Vich 142). A propósito del locus de exclusión, Andrea Fanta sostiene que “[l]a ciudad es de facto el lugar por donde fluyen y circulan los cuerpos residuales. Los cuerpos residuales tienen como característica la pobreza, en la medida en que son cuerpos excluidos de la economía y de la historia” (13).  
Es significativo que, para llegar a Montacerdos, Griselda y su familia atraviesen la pampa de Amancaes (8) debido a que, desde el primer tercio del siglo XIX, tras haber logrado la independencia de España, a la fiesta que se celebraba tradicionalmente en ese lugar en el mes de junio, asistía gente de todas las clases sociales y se convirtió en uno los símbolos icónicos de la nación idealizada que los peruanos empezamos a imaginar [18]. La tradicional fiesta de San Juan Amancaes llegó a ser tan importante que fue ampliamente documentada por diversos artistas durante los últimos tres tercios del siglo XIX [19]. Lamentablemente, la concurrencia empezó a decaer desde fines del siglo XIX (Pacheco Ibarra). En clave metafórica, puede leerse que el penoso tránsito por la pampa de Amancaes que Griselda y sus hijos —quienes, en la nouvelle de Jara, representan a la clase social pauperizada del Perú— emprenden para llegar a Montacerdos, es el paso obligado por un lugar que, otrora, fuera idílico, un locus amoenus en donde “todas las sangres” (palabras de Arguedas) podían confluir armónicamente, aunque sólo fuera por un día de celebración carnavalesca (en el sentido bajtiniano en La cultura popular), pero que ahora se ha convertido en Montacerdos, en  un destino de “infierno de desmonte y chozas” (Montacerdos 7). En Patíbulo para un caballo, se aprecia claramente que la pampa de Amancaes ya no se asocia con un espacio de diversión y confraternidad, sino con un lugar de tránsito, de discriminación racial y de basurización: “¡Hei! —nos gritaron; era una treintena de chacareros de la hacienda […] —¡Hei, ustedes, esa indiada! […] El dueño de esta hacienda dice que no quiere que le pisen jamás esta tierra; ordena que se larguen, que nunca se malacostumbren por aquí. Que para eso tienen ese otro camino por la pampa de Amancaes [énfasis mío]” (65).  
Como dije, Maruja es la narradora de Montacerdos. Nuria Vilanova resalta el hecho de  cuán persuasivo resulta el punto de vista de una niña, que simboliza la inocencia, al relatar semejante drama esperpéntico (“La ficción de los márgenes” 203-4). Al igual que Cárcamo-Huechante (“Cuerpos excedentes” 170), Vilanova vincula la estética literaria de Jara a la del esperpento de Valle-Inclán [20], que, aplicada a la “submarginalidad” (Vilanova), al submundo paupérrimo de Montacerdos y al estilo narrativo del autor, produce una nueva estética que ella denomina “estética de la miseria” (204). Como se recordará, mediante el esperpento, Ramón del Valle-Inclán (1866-1936) intentaba exagerar los rasgos grotescos de la realidad para mostrar, con gran dramatismo, los aspectos más desgarradores. La “estética de la miseria” de Montacerdos adquiere dimensiones hiperbólicas en Patíbulo para un caballo, debido a que el drama ya no se circunscribe a una familia nuclear sino a toda una aldea barrial y, sumados los hechos violentos que allí se producen, se emparienta entonces con la “Estética del hambre” del Cinema Novo [21]. Cabe mencionar que, en 1987, Cronwell Jara viajó a Brasil para especializarse en guiones de telenovelas bajo la guía del maestro Aguinaldo Silva [22] (Otero Luque, “Cronwell Jara: reseña biográfica” 60). Considerando que el Cinema Novo —cultivado, además de Rocha, por Nelson Pereira dos Santos, Ruy Guerra y Carlos Diegues, entre otros— tuvo su auge en las décadas de los años sesenta y setenta del siglo XX, es dable suponer que, aunque éste se concentre más en la pobreza rural, alguna influencia debió de tener en la obra de Jara.
Contrariamente al punto de vista unívoco en Montacerdos, en Patíbulo para un caballo es polifónico [23]. En Patíbulo Maruja regresa a la barriada para entrevistar a sus pobladores y reunir el material que necesita para documentar su tesis de grado. “A las ciencias sociales les interesa este acelerado proceso de migración desde los Andes y la selva hacia Lima, en esos años de posguerra y fundaciones de barriadas” (375), le comenta a Juana Almontes. Aunque la narradora principal es Maruja —la joven universitaria—,  su voz se mezcla con la de Maruja niña, así como con la voz de los múltiples habitantes de la barriada a quienes ella entrevista, y con la de otros personajes foráneos.
En Patíbulo para un caballo, Yococo, Griselda, doña Juana y hasta el Celedunio son “resucitados” por el autor, lo que, metafóricamente, puede ser interpretado como que estos personajes son capaces de vencer a la muerte (No en vano, los amigos de Yococo lo creían inmortal). Contra todo pronóstico racional y a pesar de tantísima adversidad, los pobladores de Montacerdos —gracias a su tenacidad, a su empecinamiento, a su terquedad, sencillamente al conatus aristotélico— terminan imponiéndose a los fusileros, el brazo armado del poder hegemónico: “Vimos entonces que súbitamente la caballería volvía las espaldas al barrio de Montacerdos y se largaba […]  Se retiraban en columna de a uno, serenos al inicio, luego ligeros, como del infierno hacia un lugar impredecible, de pestes seguras, hambrunas, epidemias, en otro mundo […] Lo veíamos y no lo creíamos, pero se iban” (Patíbulo 371). Un poco después, anuncia el comunicado radial: “Anhelando pues un país digno y libre, cesa desde hoy toda violencia contra las clases sociales desfavorecidas; todo cerco y toda prisión contra aquellos, ejemplares peruanos [énfasis mío], que lucharon por la defensa de los intereses de los verdaderos humildes; ¡viva la Renovación Nacional!" (Patíbulo 373). Los montacerdos son, pues, inmortales.



Notas
[1]
Luis Cárcamo-Huechante califica a Montacerdos de “nouvelle” (“Cuerpos excedentes” 165).  
[2]
Enrique Congrains también es el autor de No una, sino muchas muertes (1957), una novela neorrealista (hiperrealista) ambientada en los sórdidos extramuros de Lima. Francisco Lombardi hizo la película Maruja en el infierno (1983) basada en la referida obra. Coincidentemente, Maruja es también el nombre de la narradora de Montacerdos.
[3]
El personaje de Yococo está inspirado en un ser de carne y hueso: “¿Sabes que Yococo existió? Y la realidad, tú sabes, suele ser más sórdida y grosera que cualquier fantasía literaria […] Yococo fue real. Y es verdad, verlo era un asco y a la vez conmovía. Pero tenía virtudes. Vivió entre los años 1958 y 1965 [… Murió] en un accidente: lo aplastaron unos caballos de la policía. Cuando me enteré, sentí una profunda nostalgia y recordé sus mataperradas y su carácter alegre y juguetón. Su madre falleció después, creo que a consecuencia de un aborto […] [L]a herida infectada también fue real. Mi padre, que era jefe de enfermeros del Hospital Militar, se la curó. La primera vez, a solicitud de mi viejo, yo lo llevé a mi casa, con engaños, pero después él mismo llegaba de buena gana y salía contento con su venda en la cabeza. Finalmente, sanó después de varias sesiones”, me comenta el autor en una entrevista que le hice el 10 de febrero de 2005 (“Cronwell Jara: ‘Las palabras brotan como una cascada y me inundan’” 53-54).
[4]
El trabajo de Andrea Fanta analiza una parte de la narrativa colombiana (literatura, cine, artes plásticas) producida entre 1990 y 2010, que tiene como tema central el narcotráfico, en el que la figura del sicario es protagónica. En Montacerdos, ni Griselda ni sus hijos pertenecen al mundo lumpen del que trata el libro de Fanta, pero sí se ajustan a la definición de  “cuerpos residuales” que proporciona la autora.
[5]
El texto de Jara no revela la procedencia de Griselda y su familia. Sin embargo, nos da algunas pistas. Por ejemplo, Griselda llama “guanacu” (guanaco) a Yococo (8); el niño toca un “huainito” con su clarinete (¿quena?) (20); y, a veces, Maruja elabora oraciones con una sintaxis alterada, en la que el objeto es enunciado antes que el sujeto, que es propia del idioma quechua: “El canto del pájaro churretita imitaba…” (28). Estos detalles hacen suponer que ellos son de la sierra. Más aún, Griselda llama a  Maruja “Mi corazón de quindi” (37). Siendo “quindi” la palabra quechua para picaflor, que se usa en el sur del Ecuador, es posible suponer que ellos son de la sierra norte, quizá de la provincia piurana de Ayabaca, que limita con el vecino país. Dicho sea de paso, Cronwell Jara es piurano.
[6]
El Celedunio es un cerdo que ha sido desechado por su dueña porque está enfermo, y ha sido adoptado por el niño, quien le da ese nombre.
[7]
Gonzalo Portocarrero (La urgencia por decir ‘nosotros’ 336) y Daniel.Castillo–Durante Los vertederos de la postmodernidad 32-33) hacen interesantes reflexiones acerca del término “barriada”, sus equivalentes y eufemismos.
[8]
“Recuerda: tú te sientas sobre una piedra y esperas con un palo en alto hasta que asomen los pelos de la trompa, en su cueva. Contienes la respiración, quedito, ¿oyes? Y cuando aparece el animal, te recoges en tu garrote y ¡zas!, ¡zas!, ¡chirr!, tú le zampas sin pena, ¡chirr!, así se queje. Porque es una necesidad hacerlo, porque si no morimos, porque alacranes y cucarachas son feos para comer” (Montacerdos 13).
[9]
Antonio Gramsci (1891-1937) “hablaba de ‘hegemonía cultural’, un concepto que explica la manipulación […] por parte del poder hegemónico para imponer su ideología, sus valores y creencias sobre la cultura de la población, con la intención de mantener el statu quo que garantiza precisamente el mantenimiento del sistema político, social y económico imperantes. Cabe aclarar que, en muchas ocasiones, tal imposición no se da de manera explícita sino sutil y soterrada, bajo el disfraz de la persuasión/disuasión. Como resultado de la ‘hegemonía cultural’, el pueblo incorpora inadvertidamente la manera de pensar y de sentir que la clase dominante le impone para lograr sus propios fines (instrumentalismo). Esto es similar a lo que Michel Foucault (1926-1984) conceptualiza como el marco de verdad impuesto por un poder, no necesariamente político o gubernamental […]durante toda una época; marco que determina la manera de comprender y concebir la realidad, que es socialmente construida. Para Foucault, el poder define la verdad, y el conocimiento constituye un instrumento de poder (Microfísica del poder)” (Otero Luque, “Literaturas y comunidades imaginadas de Mariátegui” 11).

Por otro lado, “[e]n Orientalism (1978), el pensador palestino Edward Said (1935-2003) señala que el Oriente, más que un lugar concreto en el mapamundi, es una ‘geografía imaginativa’—o imaginaria—en la que mora un Otro supuestamente inferior—si bien atractivo por lo exótico—sobre el cual el prejuicioso discurso académico y político de Occidente ha proyectado, de manera falaz y tendenciosa, sus propias abyecciones” (ibídem 12).
[10]
“Parte significativa de la narrativa de fin de siglo centra su mirada sobre los individuos marginales que pueden ser actores o espectadores de las condiciones de violencia, impunidad, corrupción, y que usualmente quedan fuera de aquella historia que suele escribirse con mayúsculas […] Todos estos son cuerpos abandonados por el Estado, la sociedad y la economía. En este sentido, estas son narrativas que hacen pasar al centro lo que generalmente ha permanecido en los márgenes” (Fanta, Residuos de la violencia xvi).
[11]
“Era la hoguera tan alta y brava que parecía surgir desde el fondo de la tierra, saltaba como puma, rugía la candela y parecía quemar las nubes, puentes y los torreones del cielo. Increíble era ver cómo tan pocos palos hacían tanta llamarada […] Afligidos, los vecinos procuraban ahogar el fuego que amenazaba incendiar el barrio […] A fuerza de pala arrojaban tierra, gritaban: ¡Coño! ¡Tierra! ¡Coño! ¡Agua! Y escupían, tosían. Y preguntaban: iCoño! ¿Gasolina? Sí. ¡Buena gasolina! ¡Y bien que huele!” (Montacerdos 21-22).

El atentado incendiario se repite, hiperbólico, en Patíbulo para un caballo. La radio da la siguiente noticia: “Montacerdos, el día de ayer, fue literalmente aplastado por un contingente especial de las fuerzas del orden, incinerando covacha por covacha y pocilga por pocilga, y deteniendo a muchos de sus pobladores que lograron enquistarse en el lugar creando un nido del hampa […] Montacerdos o como quiera que se llame tal barriada […] es un recuerdo ahora, una madriguera en llamas" (315).
[12]
Una de las tres historias que conforman el filme Caídos del cielo (1990 de Francisco Lombardi es una adaptación cinematográfica del cuento “Los gallinazos sin plumas” de Ribeyro.
[13]
En Patíbulo para un caballo, se indica que Juana apellida Almontes y que es la presidenta del Club de Madres Pobres (42).
[14]
Bebiendo del naturalismo literario de Émile Zola (1840-1902), que presume un fatalismo implícito en los condicionamientos sociales (La novela experimental, 1880), la estética tremendista —inaugurada por Camilo José Cela (1916-2002) con su novela La familia de Pascual Duarte (1942)— se caracteriza por presentar un realismo crudo y brutal, con tramas sórdidas y personajes marginales cuyo destino está determinado por la herencia genética, las taras sociales y el entorno social y material, que los sumerge generalmente en un estado de angustia existencial permanente. En Montacerdos da la impresión de que Maruja está condenada a un determinismo de ese tipo; sin embargo, esto queda desmentido en Patíbulo para un caballo, en donde este personaje retorna a la barriada como una joven universitaria que se ha superado intelectual y socialmente, y que, sobre todo, transmite un mensaje esperanzador.
[15]
Una de las mataperradas de Lolo, “el negrito de doña Juana”, y de Pablo, el primo de éste (29-30), consiste en introducirle a Celedunio un ají por el ano para que, torturado por el ardor, el marrano corra más rápido (33).
[16]
“Inesperadamente se azuló el día al oírse una algarabía de oro y verse una suerte de farsa y feliz catástrofe; de carnaval y apocalipsis; una fiesta de demonios en el paraíso. El estruendo de la banda de músicos de los Zorros, unos cholos bonachones y muy alegres, relumbro con el esplendor de un sol, con alegría incontenible y prodiga; a golpe de platillos y tamboriles en armonía con flautines, sexofones [sic], trombas y clarinetes, se derramó en huainos y pasacalles, obrando la feliz sensación de que se venía en voraces oleajes la inundación de un río de flores perfumando los aires y calles: ícono para demostrar que todo el mundo en Montacerdos estaba alegre porque habían vuelto los fusileros y no les teníamos miedo! [énfasis mío]. El espectáculo, la violencia bélica del ritmo de la danza, el furor diablo y festivo de los músicos, enfervorizó las sangres y el espíritu de fuego de algún dios guerrero surgido de todas las tribus, comunidades, naciones y razas, latió invicto y retador en los pulsos y sienes; se tornó carcajada, mofa, salto y giro de baile” (Patíbulo 85-86).
[17]
Por ejemplo, en Patíbulo para un caballo, basándose en un ejemplar del Códice sobre del vuelo de los pájaros de Leonardo da Vinci que Pompeyo —Gorilón— Flores le obsequia a Yococo, el pequeño y el Gringo Pérez fabrican una máquina voladora imposible, debido a los precarios materiales de construcción, y logra elevarse por los cielos subido en ella: “[C]reí que jamás volvería a ver a mi hermano; empezaron a ascender  y vagar por el cielo del barrio, y palomas y gallinazos se alocaron desconcertados por tan enorme pájaro; chillaban Yococo y el Celedunio, gritábamos los montacerdos tratando de seguir a la nave, de saltar, de atraparla con las uñas mientras corríamos de un lado a otro por la breve colina, hasta que la máquina se perdió de vista sumergiéndose en una montaña de algodón bajo la luz perpleja del sol” (Patíbulo 165).
[18]
“Tanto Manuel Ascensio Segura como Pancho Fierro ayudan a crear esta nueva ‘nación imaginada’ […] Es una nación cuyos símbolos icónicos serán retratados por el arte de Fierro y el teatro de Segura; la tapada, el paseo al Puente y el paseo a Amancaes el 24 de junio [énfasis mío], dibujan el mundo idealizado que queda del pasado e ignoran la realidad social del presente” (Watson “Arte y literatura en el costumbrismo peruano decimonónico” 42). Lances de Amancaes, de Manuel Ascensio Segur, identifica “la bebida como parte de la fiesta y la exaltación de lo nacional peruano” (ibídem 59).

“[M]edio siglo antes de que el politólogo irlandés publicara Comunidades imaginadas: Reflexiones sobre el origen y la difusión del nacionalismo (1983), José Carlos Mariátegui (1894-1930) ya intuía la nación como una construcción cultural. No obstante, en sus 7 ensayos de interpretación de la realidad peruana (1928), el Amauta apenas esboza el concepto de comunidades imaginadas y lo menciona solo de manera tangencial. Por el contrario, Anderson sí lo desarrolla y lo explica ampliamente en su obra capital, con la que revolucionó la noción que, hasta los años ochenta del siglo XX, se tenía acerca de la naturaleza y la edad de las naciones y los nacionalismos” (Otero Luque, “Literaturas y comunidades imaginadas de Mariátegui” 1).
[19]
La fiesta de Amancaes es documentada, por ejemplo, por el acuarelista Pancho Fierro (1809-1879) (Borrachera de Amancaes, La carga de los amancaes, etc.), por el pintor alemán Johann Moritz —Mauricio— Rugendas (1802-1858) (Fiesta de San Juan en Amancaes, circa 1843), por el dramaturgo Manuel Ascensio Segura (1805-1871) (Lances de Amancaes, 1862), y por escritor costumbrista —además de dramaturgo— Felipe Pardo y Aliaga (1806-1868) (“El paseo de Amancaes”, 1840), entre otros (Watson, “Arte y literatura en el costumbrismo peruano decimonónico” 57).

Incluso a mediados del siglo XX, la cantautora Chabuca Granda menciona la pampa de Amancaes en la letra de su conocido vals peruano “José Antonio” (1957).
[20]
Cárcamo-Huechante advierte en Montacerdos, además de la estética esperpéntica, la tremendista (“Cuerpos excedentes” 170).

En Patíbulo para un caballo, Pompeyo —Gorilón— Flores es el personaje que mejor ejemplifica las referidas estéticas: "El altísimo ojos mosquientos no era un hombre común; aunque semejante a todos los mortales, ostentaba en su rostro un lejano aire que lo emparentaba con muchos seres vivos del reino animal; poseía una mirada algo porcina, unas orejas duras y demasiado grandes, con cerdas, en un cráneo algo caballuno y grueso, que por momentos no parecía cráneo de caballo sino de león o de algún saurio” (Patíbulo 18).

Nací tamaño de un alacrán. Capaz de esconderme en un zapato. Pero que empezó a ensancharse feo desde que recibió un garrotazo en la nuca por la mano de su padrastro, el Pólvoras Flores. Le agarró la enfermedad del crecimiento y se le dio por comer de todo. Nos dijo que […] su madre era la Pájaro Flores. Que odiaba a su padrastro y algún día lo iba a matar, arrancándole los testículos […] Su rostro así nervioso […] mantenía ese raro aire de saurio y cerdo. De redivivo engendro antediluviano” (ibídem 24).
[21]
En 1965, el cineasta brasileño Glauber Rocha (1938-1981) expuso en Génova la tesis de que la “Estética del hambre” era y debía ser la estética del Cinema Novo, porque la violencia es la manifestación cultural del hambre y necesita ser narrada desde adentro para poder superarla (“La estética del hambre” 54).
[22]
Aguinaldo Silva (1944-…), afamado escritor y director brasileño, es conocido especialmente por ser el creador de las telenovelas Señora del destino [Senhora do Destino] (2004), Dos caras [Duas caras] (2007), e Imperio [Império] (2014). La primera cuenta la historia de María, una provinciana, abandonada por su marido, que, a fines de los años sesenta, llega a la urbe con sus hijos, buscando una mejor vida.
[23]
“Polifonía” es un término acuñado por Mijaíl Bajtín (1895-1975) para referirse a la multiplicidad de voces y de conciencias autónomas, que son características de las novelas de Fiódor Dostoyevski (Problemas de la poética de Dostoievski 15).





Obras Citadas
Bajtín, Mijaíl. La cultura popular en la Edad Media y en el Renacimiento: El contexto de
Francois Rabelais. 1941. Madrid, Alianza, Madrid, 2005. Impreso.
___.      Problemas de la poética de Dostoievski. 1936. México: Fondo de Cultura Económica,
2005. Impreso.

Baudrillard, Jean. “La violencia política y la violencia transpolítica”. 1994. Los límites de la
estética de la representación.  Ed. Adolfo Chaparro Anaya. Bogotá: Editorial Universidad del Rosario, 2006. 325-35. Impreso.

Baquerizo, Manuel. “Cronwell Jara y sus cuentos” Palabra en libertad 18.136 (Ene. 2016): 28-33. Impreso.

Cárcamo-Huechante, Luis. “Cuerpos excedentes: Violencia, afecto y metáfora en Montacerdos
de Cronwell Jara.  Revista de Crítica Literaria Latinoamericana 31.61 (2005): 165-180. Red.

Castillo–Durante, Daniel. Los vertederos de la postmodernidad: Literatura, cultura y sociedad
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Fanta Castro, Andrea. Residuos de la violencia: Producción cultural colombiana, 1990-2010.
Bogotá: Editorial Universidad del Rosario, 2015. Impreso.

Jara Jiménez, Cronwell. Patíbulo para un caballo. Lima: Mosca Azul Editores. Impreso.
___.     Montacerdos. 1981. Lima: Editorial San Marcos, 2006. Impreso.
___.     ‘Las palabras brotan como una cascada y me inundan’”. Palabra en libertad 16.76 (diciembre 2014): 52-60. Entrevista con Frank Otero Luque. Impreso.

Ordóñes, Damary. “Acercamiento existencialista al drama La noche de los asesinos de José Triana. El papel de la ‘mirada’ en las relaciones intersubjetivas”. Latin America Theater Review 49.2 (2016): 147-160. Red.

Otero Luque, Frank. “Cronwell Jara: ‘Las palabras brotan como una cascada y me inundan’”.
Palabra en libertad 16.76 (diciembre 2014): 52-60. Entrevista. Impreso.
___.     “Cronwell Jara: reseña biográfica”. Palabra en libertad 16.76 (diciembre 2014): 60.62.
            Impreso.
___.     “Literaturas y comunidades imaginadas de Mariátegui”. Argus-a 5.20 (abril 2016): 1-25. Red. < http://www.argus-a.com.ar/pdfs/literaturas-y-comunidades-imaginadas-de-mariategui.pdf>

Pacheco Ibarra, Juan José. “La fiesta de San Juan de Amancaes y el volcán de agua” [Fragmento de "La fiesta de Amancaes (1650-1950) una festividad limeña a través del tiempo"].  Rincón de historia peruana. 24. Jun. 2012. Red <http://historiadordelperu.blogspot.com/2012/06/la-fiesta-de-san-juan-de-amancaes-y-e  l.html#!/2012/06/la-fiesta-de-san-juan-de-amancaes-y-el.html>



Portocarrero, Gonzalo. La urgencia por decir ‘nosotros’. Lima: Fondo Editorial de la PUCP,
2015. Impreso.

Ribeyro, Julio Ramón. “Los gallinazos sin plumas”. 1955. Ciudad Seva. Red.
< http://ciudadseva.com/texto/los-gallinazos-sin-plumas/>

Rocha, Glauber. “La estética del hambre”. 1965. Ramona: Revista de artes visuales 41 (2004):
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Vich, Cynthia. "Entre el mito y la historia: la construcción imaginaria de la barriada peruana en
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Vilanova, Núria. “La ficción de los márgenes”. Revista de Crítica Latinoamericana 26.51
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Watson, Maida. “Arte y literatura en el costumbrismo peruano decimonónico”. Revisa de la Casa Museo Ricardo Palma 6 (2006): 41-62.  Impreso.





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