viernes, 11 de noviembre de 2016

ENTREVISTA MEMORABLE A CRONWELL JARA JIMÉNEZ. Por GIOVANNA MINARDI



(El próximo miércoles 23 de noviembre del presente año, nuestro reconocido y talentoso escritor, Cronwell Jara Jiménez, será condecorado en el Club Social Miraflores, por la Sociedad Literaria Amantes del País, con la Medalla "Palabra en Libertad", y con el Diploma de Honor del prestigioso club mencionado. Es por dicha razón que publicamos una memorable entrevista realizada por nuestra dilecta y respetable amiga, la estudiosa italiana, Giovanna Minardi, habiendo sido publicada en la importante e histórica, REVISTA QUADERNI IBERO AMERICANI) 

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CRONWELL JARA JIMÉNEZ
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                                 GIOVANNA MINARDI


Cronwell, ¿cuándo empezaste a escribir?Empecé de muy niño, a los 8 años, haciendo poemas, pero también pin ando y haciendo xilografías en madera de cedro y con tinturas de anilina.Tenía una natural necesidad de expresar mis emociones. La primera vez que hice un poema, creía, a esa corta y candorosa edad, que yo estaba inventando la poesía. Sentía que nadie escribía como yo; una forma, muy emocional, de decir las cosas que veía y sentía. Y lo que sentía, en lo hondo, eran modos de expresar mis inseguridades y mis interrogantes ante lo que yo veía del mundo, de la naturaleza, y que percibía en mi mundo interior de niño. Tam­bién tenía miedos: a la vida, a mi futuro, a los misterios en todo lo que me rodeaba y no tenía para mí una explicación racional, lógica. Eran mis épocas felices también, contradictoriamente, de mucha felicidad, porque me podía expresar en colores (cuadros de pintura) o con palabras y sentimientos (fábulas, poemas, cuentos). Por entonces yo era muy callado y solía apartarme de los juegos de niños para pintar, escribir poesías, fábulas o leer a Bécquer, Rubén Darío y libros de historia y biografías de grandes héroes y de artistas universales. Y ya a los 13 y 14 años, mi corazón reventaba de emoción no bien me enfrentaba a la escritura, a la página en blanco o a los nuevos autores que iba descubriendo.

¿Cuáles eran?
¿Quiénes podrían ser sino aquellos que me alcanzaba mi padre? Cuentos clásicos para niños, los célebres de Hans Christian Andersen o de Perrault o de los hermanos Grimm... Para qué seguir, por allí llegó Las mil y una noches, y más tarde, ya adolescente: Ciro Alegría, Enrique López Albújar, José María Eguren, José María Arguedas con El sexto, y los poetas y autores clásicos peruanos. Eran mis años de levitación, de plena excitación ante la escritura y la pintura.

Solo hablas de padres literarios, no de madres. ¿Ninguna escritora en tu formación literaria?
Claro que sí. Primero, mi madre Carmela y mi abuela Ruperta. Aunque no fueron escritoras, ellas me dieron un tono emocional, de nostalgia hecha poesía, cuando me contaban cosas de su pueblo; anécdotas o historias reales, bellísimas, muy poéticas y terribles. Luego: Clarice Lispector, Patricia Highsmith, Virginia Wolf, Mar­guerite Yourcenar, Alejandra Pizarnik, María Emilia Cornejo, Silvia Plath, Gabriela Mistral, Safo, quienes me gustan porque me hablan con los nervios alterados, me dolía leerlas, me sobrecogían (aunque menos las dos últimas) tanto que hasta merodean el suicidio. Son escritoras de raza, auténticas...

¿Decides de antemano si escribir un cuento o una novela?Depende de la circunstancia y del momento. Ha habido cuentos que me han salido sin que yo los hubiese premeditado ni planificado, explosionaron dentro de mí y me “obligaron” a ser escritos; esos fueron “Montacerdos”, “Hueso duro” y varios otros. Me salieron como un vómito, tenían que emer­ger con vehemencia, locura. Eran tiempos en que yo me asustaba: ¿qué es esto?, me decía, ¿por qué soy así? El cuento o el poema tenían que salir o moría. Y, hasta hoy, a veces me sorprenden uno que otro poema o relato que después lo incorporo a un libro. Años después, ante la muerte de mi padre Ishaco, me volvió esta locura de escribir por posesión, y apareció mi poemario Manifiesto del ocio, donde cada poema es una locura. Te doy un ejemplo:

Oración

No me salves, Señor, de las pesadillas del error.
Ni de ser tu Atila que arrasa lo que pisa. Ni de los horrores del mundo
Ni de los posibles cataclismos.
Ni me salves de ti, oh Señor poderosísimo.
Ni de tus vaticinios de drogo rencoroso.
Ni de los piojos del pobre que asalta caminos.
Ni de las impías tentaciones del diablo.
Ni de las lepras y sarnas con que jodiste a Job.
Sálvame, por favor, de mí mismo.

Y, por supuesto, muchos otros cuentos han surgido porque me preparé para construirlos, investigando el tema, hilando el tejido de la trama, puliendo y reflexionando y calibrando la viveza o bien la sugerencia de los diálogos, sopesando la tensión dramática, calculando y equilibrando el suspenso, hasta dar con un tono emocional, un tono poético, que es el valor más precioso de toda obra literaria (poema, cuento, obra de teatro o novela).
La cosa es que, si escribo algo es porque debo sentir una urgente necesidad de crear algo imposible de postergar. Como un acto de amor con la chica que uno ama; algo desesperadamente endiablado, irresponsable de algún modo, y que no se puede controlar. O estás con ella o nunca más la tendrás contigo.

¿Quiénes han sido tus maestros literarios?
Son incontables; de todo lo que he leído y me ha gustado, alguna locura he aprendido, algún tic, algún truc (técnica oculta), forma, modo de decir o técnica explícita en la construcción de un inicio de cuento o poema. Y en esto no me hago proble­mas, para mí la buena literatura tiene de todas las artes o son en esencia una sola cosa (arte) que se expresa en la forma que uno elija. Así, cuando escribo cuentos, el sentimiento poético me ayuda pues sé que no hay buen cuento sin poesía, sin trascendencia, lejos de lo cursi y acaramelado o melodramático.
La poesía debe estar en toda buena obra que aspire a eso: ser poética, de modo que oculte misterios tras misterios de todo aquello que se dice o se expresa.
¿Quiénes entonces son mis maestros? Amo a los clásicos de la poesía bra­sileña; amo los poemas de Fernando Pessoa; amo la poesía italiana: Dino Campana, Cesare Pavese, Eugenio Montale, Giuseppe Ungaretti; soy feliz cuando releo a los poetas japoneses y chinos (y trato de imitarlos, tengo poe­mas con estos estilos), cuando releo a Villón, Rimbaud, el conde Lautréa­mont; o me complazco con los poetas peruanos: Eguren, Vallejo, Eielson, Martín Adán, César Moro... Arguedas. Igual me contentan Chejov, Mau­passart, Dostoievski, y también Hemingway, Bukovski, Ray Bradbury. La lista sería inacabable; cierro con Jorge Amado, Carpentier, Borges, Rulfo, Cortázar, García Márquez; Rabelais, Kafka; los del Siglo de Oro español, y mil más...

Ya que estoy traduciendo al italiano Montacerdos, ¿qué signicado quisiste darle a este término en tu novela? He leído que con ese nombre se llama a la gente que de la provincia baja a la capital...
‘Montacerdos’ es el nombre que invento para referirme a los niños que usan a los cerdos cuando los cabalgan y juegan a las carreras. Yo fui un montacerdos, te adelanto. Esta historia es biográfica pero sin mi presencia, como que me hago invisible. Quiero que aparezcan mis amigos, los perso­najes reales, tal como los conocí y jugué con ellos, mataperreando.
Llamo también ‘Montacerdos’ al barrio donde viví esta cosa que realmente cuento; no invento nada. Montacerdos no es un relato inventado, fantástico, es una historia real. De ahí que a muchos, creo, les jode mi presencia como autor de barriada, criado en barriada. Apesto para algunos. No soy de Mira­flores ni de San Isidro. Y si bien nací en Piura, me crié luego en este barrio desde los cinco años. Nada es inventado, los personajes existieron realmente.

¿A qué se debe la presencia de tantos animales en Montacerdos?
En Montacerdos, en Faite y en Patíbulo para un caballo (mis posteriores novelas), no hallo mucha diferencia entre el ser humano y los animales. No podemos vivir sin ellos y ellos sin nosotros; somos hijos de la misma ener­gía cósmica, unas microscópicas, insignificantes partículas en este planeta. Entonces, ¿por qué olvidar a los animales y creer que el hombre es el ser superior? Respiramos, tenemos hambre, frío, necesidades comunes, animal y hombre. Solo que el hombre es el imbécil que se autodestruye y destruye el planeta por la codicia. Entonces, cómo no respetar y consagrar a los animales y su entorno natural. Si el hombre fuese un poco más sencillo y modesto corno el Mono, si no ambicionara y acumulara capitales de modo irracional, criminal, se acercaría más al mono, al puerco feliz en su charco. Sería más natural, amaría y respetaría más el oxígeno, los bosques; sembraría más flores en su jardín y rechazaría las veredas de asfalto y le daría menos valor al automóvil contaminante. Pero este acercamiento y gozo mío, intencional, de retratar mi mundo entre animales, es porque di mis prime­ros pasos de niño en el corral de mi casa, en Piura: aprendí a caminar entre cerdos, gallos, polluelos, conejos y duendes... ¿no es una fantasía preciosa para un niño?

El cerdo amigo, la barriada, Maruja, la niña narradora, que termina viviendo aislada en los techos de la casa de doña Juana y otros elementos, me recuerdan a Julio Ramón Ribeyro. Acaso, ¿cuándo lo escribías, estabas pensando en “Los gallinazos sin pluma” o “Por las azoteas” de Ribeyro?
No, para nada. Definitivamente no siento que Ribeyro me haya influido, ni siquiera cuando en “Los gallinazos sin plumas” describe el chiquero y los cerdos... Te juro que nunca lo sentí como mío, o que rozaba mi sensibilidad... Más bien, sí hubo un cuento escrito en galaico-portugués, escrito por un autor cuyo nombre no recuerdo que -leí en la editorial del INC, que me prestó Manuel Larrú- y que creí en un momento que me estimuló la escritura de Montacerdos. Mas luego me pregunté: ¿y cómo podría influenciarme este cuento escrito en galaico portugués, entre 1981 y 1984, años en que trabajé en el Ins­tituto Nacional de Cultura, cuando yo escribí Montacerdos a fines de 1978, según un borrador del mismo texto? Ese texto en galaico-portugués que leí (sin saber portugués en esos días) podría haberme influenciado, pero cuando ya estaba escrito mi texto, porque este texto en galaico-portugués, sí, trataba de un mundo de chiqueros y puercos en un mundo de campesinos pobres. Pero con otra historia, otro mundo, otro lenguaje y sentimiento.
No te estoy mintiendo un pelo, digo la exacta verdad, y no me evado de Ribeyro. A quien aprecio y valoro. Pero, la lectura del texto en galaico-portugués hizo que Montacerdos posea dos reescrituras posteriores: la primera, escrita en jerga y fonética tal corno sue­nan las palabras (güeso, por decir hueso; güevo, por decir huevo) que salió en Lluvia Editores; y la segunda, que salió en la Editorial San Marcos y que es la versión última, que está escrita en un castellano estándar, más apegado a las reglas gramaticales. Y eso porque yo ya tenía más experiencia en lecturas.
Cuando escribí Montacerdos, pensaba en mi barrio, en el barrio que per­día, y sentí mucha nostalgia, tristeza y lástima porque dejaba a mis amigos y amigas con quienes viví desde los 5 hasta los 17 años. Mis padres construyeron una linda casa en la urbanización “El bosque”, con todas las comodi­dades propias de una urbe moderna. Y es que mi padre fue una especie de aventurero. Él era un buen técnico traumatólogo en el hospital “Mogrovejo” (que luego se trasladó al Hospital Militar) y, como militar, ganaba un buen sueldo. No éramos pobres pobres en ese barrio; por lo tanto, cuando hice Montacerdos solo quise expresar mis recuerdos de ese “lindo” barrio y de parte, de mi niñez. Solo pensé en algo que yo experimenté, gocé, viví, sufrí y compartí con mis amigos en ese lugar. “Una buena experiencia de vida”, me dije, y lo hice con dolor y gozo, con arrebato y con un deleitoso deseo de expresar “mi” verdad..., con aquellas cosas que experimenté de niño: jugué sobre los basurales, cabalgué cerdos, fui recolector de chatarras, vendedor de chatarras (alambres de cobre, fierro viejo, vidrios, ¡pero lo hice como juego, como cosa de niño laborioso que busca una propina!).
Nada que ver con cuentos que nunca van a expresar lo que yo olí, sudé, sufrí en carne propia. Los otros cuentos son narrados desde una “visión de fuera”, turística. Los autores no han vivido lo que cuentan; lo que dicen “se lo han contado a ellos” o “bien lo imaginan o suponen”, en tanto que en lo mío, digo mi experiencia vivida y padecida, real y difícl. Además, si tú supieras, Giovanna, que si yo hubiese dicho toda la verdad tal como la vi, aún más terrible, tal como lo experimenté, este Montacerdos, como relato, sería de un realismo aún más escabroso y patético por “asqueroso y nauseabundo”... Pues en cambio, cuando lo acabé, sentí que acababa de hacer un cuento de hadas, que Montacerdos era como un cuento de hadas, una cosa sencilla para niños.

¿Ves Montacerdos como cuento, novela breve...?
Para los críticos peruanos es una novela breve, para mí es solo un relato corto o cuento breve. Pero no me interesa si es o no novela; me interesa defi­nitivamente si emociona y conmueve o no, por su trama y su estética. Además, Montacerdos me llevó a que hiciera la novela Patíbulo para un caballo, donde los protagonistas son los niños de Montacerdos, y que tanto gustó a Manuel Scorza, a Antonio Cornejo Polar, a Nuria Vilanova, a James Higgins; y que hoy está motivando, curiosamente, muchas monogra­fías y varias tesis. Y, lo último, también ha motivado mi nueva novela inédita Faite, que para mí es una delicia de escritura y que también posee un tono de Montacerdos sin Yococo ni su hermana Maruja, la que cuenta la historia. En Faite, la historia es contada por la voz de un niño sufrido y enamorado.

¿Ya salió Faite? ¿Podrías compartir de qué trata?
No, aún no, La novela trata de la vida de Faite; está narrada en primera persona por su sobrino. Faite y el sobrino viven en una casa muy pobre, y peligrosamente al borde del río: En ese borde hay un balcón y allí Faite con su clavecín invisible recuerda a Duquesa, su lejano amor imposible.
Faite (de fighter, luchador en inglés, palabra muy usada en los barrios) es el rey entre los faites, el mejor navajero, pero vive de la venta de cuyes y cerdos y cría conejos, patos y gallos de pelea. La mayoría de sus anima­les poseen un nombre propio y Faite sabe conversar con ellos y ellos “lo entienden” a su modo. De manera que Faite radica al filo de la navaja y en duelo permanente con la vida —su casa de esteras y adobe se sostiene en una “ala de mosca”, siempre a punto de resquebrajarse de las bases y hundirse en el abismo—, con el mundo, y contra quien se atreva a retarlo hasta vaciarse las tripas.
Faite se vuelve filósofo de pueblo, y su filosofía realmente original, es veros­ímil y trascendente, hace que la novela se eleve hasta los vértigos del delirio: crea, a instancias del ingenuo sobrino, unas enormes y poderosas alas para volar en caso que la casa se vaya al abismo, por ejemplo. Al final, se dan algunas sorpresas...

Cronwell, algunos te consideran un escritor andino; tú, ¿te sientes un escritor andino?
Hay muchas formas de ser andino y es difícil no serlo; somos un país andino por sangre, por tradición, por infamias, por tradiciones, por corajes, por rabia, por resentimientos, por negación, por temperamento, por pica., por inteligencia, etc. ¿Quién no es andino en este país? Porque si soy peruano latinoamericano, sobre ello primero soy andino, andino como peruano. Arguedas lo fue, aunque fue blanco. Vallejo lo fue porque se entendía cholo; como Ciro Alegría, Scorza, Ribeyro, fueron andinos no por vocación; fueron andinos porque se sabían andinos y no podían evitar serlo. De modo que quien ha nacido en este país y no se siente andino, ¿qué podría ser? ¿Un andino que repudia su origen porque en lo hondo de su ser se sabe andino pero no se siente andino? Somos andinos, somos alguien, somos muchos, somos multitudes, somos lenguas, dialectos, idiolectos, leyendas, tradiciones, fiesta­s, mitos donde nos reconocemos, narraciones donde oímos las voces de los viejos abuelos.
Cuando dicen que lo andino y la narrativa andina han pasado de moda, yo me río. ¿Cómo puede pasar de moda el Perú? ¿Cómo puedo sentir vergüenza de ser peruano? ¿Tengo que avengonzarme porque trato temas peruanos y me reconozco peruano? ¿Puede dejar de ser peruano un hombre que nació, creció entre estas cordilleras? ¿Existe alguien capaz de olvidar todo lo que corresponde a su idiosincrasia, memoria íntima y origen, a su memoria genética? No hay que avergonzarse de ser andinos, puedo sentir vergüenza de los gobiernos corruptos que se han sucedido en el Perú...
Ser narrador andino no me hace ni buen ni mal escritor. Hay buena y mala literatura andina, como hay buena y mala literatura citadina, provinciana o cosmopolita. Soy un escritor andino como cosmopolita, citadino y provinci­ano en Lima. Viven muchas culturas en mí y yo vivo, inconforme o no, gracias a ellas. Pero ser andino tampoco me da superioridad sobre nadie, no creo poseer la última palabra. ¿Quién es dueño de la última chupada de mango? Finalmente, lo que sí interesa es la buena literatura y de esta lo que me importa es su variedad y complejidad, así como la profundidad del pen­samiento, la rabia artística y los prodigios de su magia, vengan de donde vengan. Por eso leo a Borges corno a Eleodoro Vargas Vicuña, y me asombro; a Patrick Süskind como a Ribeyro, y me conmuevo. Y con ellos siento que se enriquece y eleva mi espíritu. Y por eso tampoco dejo der ser andino, no me avergüenzo de mi abuela Ruperta, campesina, que cuando contaba historias se transformaba en bosque, en pájaro y hablaba con ingenio y filosofía.

Cronwell, ¿por qué; para qué, escribes?
Hace poco le oí decir a un amigo que escribía por rabia, que solo la rabia, el odio, el rencor, lo movían a hacer literatura, a crear obras para que otros lean. Y entonces me dije: ¿por rabia, por odio, por celos, por envidia, por ren­cor, por resentimientos, solo con estas pasiones podría yo escribir? ¿También a mí me impulsa el odio, solo la rabia para escribir? No, de ninguna manera. Primero escribo por amor a la vida; vivir me gusta; gozar escribiendo me gusta. Luego escribo por un natural sentido de justicia en este mundo donde reina lo injusto, el atropello, el odio irracional, la prepotencia, la canallada; escribo con la intención de desenmascarar cosas, de desentrañar intrigas, tra­tando de retratar lo ruin, lo hediondo, las bajas pasiones, los sueños, las espe­ranzas, los rencores, mis frustraciones y las ilusiones de otros.
Quiero que mi literatura sea como un espejo de los hombres donde nos veamos por dentro y por fuera; como niños y como viejos. Escribo porque hay un Perú, que es una gran nación hecha de muchas naciones de la selva, sierra y de la costa, con una complicada historia, hecha día a día, minuto a minuto, de la que hay que hablar, tratando de explicármela, reflexionando, maldiciendo, amando, renegando, esperanzado, admirado, sorprendido, ilusionado, riendo o llorando en mis adentros por lo que aquí ocurre, con más pesadillas que con ilusiones logradas, con más derrotas que victorias, con tanta herida y con tanta sangre, corno agua de ríos, porque la gente por todos lados se mata.
Escribo porque me gusta recordar mi niñez, porque ahí tuve una abuela que sin saber leer ni escribir, acariciándome, me contaba en su regazo cuentos que entonces me parecían las cosas más bellas del mundo. Eran cuentos en donde hablaban las serpientes, los zorros, imitando los cantos y expresiones que hablaban los pájaros; hasta hoy creo que mi abuela fue la mujer más sabia y buena que he conocido. Escribo porque viví en un barrio muy pobre, con gente muy linda, así fuesen lo que fuesen; porque en ese barrio crecí, me agarraron a golpes, casi siempre a traición, y porque después también aprendí a defenderme; escribo porque mis grandes amigos de ese barrio se llaman Pingüino, Anatolio, Mosquito, Silverio, Irene, Perico, Darío. Escribo porque detesto la política sucia de este país; porque aquí ocurrió el caso Ucchuraqay y porque nunca fue esclarecido quiénes fueron los asesinos de esos perio­distas; escribo porque nunca estaré de acuerdo con tantas masacres, con tan­tos derramamientos de sangre en una comunidad lejana o cercana o en una prisión; escribo porque es indignante saber que vivo en un país y en una capital donde me cruzo con niños asaltantes, tuberculosos, niños que he visto haciendo el amor con viejas prostitutas, niños alcoholizados, que pasan por mis narices inhalando terokal para transportarse a cielos y paraísos que jamás podrían tentar aquí en la tierra mientras no haya justicia económica y un poco de respeto y amor; escribo por la impotencia de saber que estos muchachitos a diario mueren o los hallan muertos o asesinados por el hambre, el frío, las droga, el alcohol y por la fría aparente indiferencia del gobierno. Escribo porque sé que la vida es mágica y porque a cada rato salta, real e irreal, en chispas de magia y fantasía. Y porque me maravilla hacer con la vida jugue­tes, inventar rompecabezas y castillos de palabras, es decir: ingeniar cuentos y poemas, juguetes ácidos o dulces, hacer caramelos para los amigos. Escribo porque, después de todo, creo que los hombres y mujeres algún día podremos ser más justos y más buenos.

¿Ves algunas diferencia entre lo que escribiste en los años 80 y tus últimas obras?
Claro, hoy me descubro más reflexivo. He madurado, mi prosa fluye con más calma, mejor elaborada, acaso más musical, rítmica y más desenvuelta o desenfadada. No he perdido intensidad ni arrebato, y menos la locura poética imprescindible. Aún levito y me transporto a desconocidos mundos cuando escribo y estoy en vena. No necesito fumar, ni drogas, no necesito tóxico alguno; solo vivir enamorado de la vida. Acaso un café y una mínima oportunidad para empezar a elevarme mientras escribo, a punto de que me salgan alas. Una muestra de que voy bien en mi escritura es Faite, mi nueva novela, y la hilera de cuentos que acabo de hacer. Soy estúpidamente feliz cuando veo que continúo con mis facultades y que todavía espero de mí aún cosas mejores... mi secreto: no envidiar a nadie ni esperar ninguna consagración.
Me encanta vivir fuera del bullicio y el aplauso, lejos de aquellos que se autocelebran con autohomenajes, tan propio de los peruanos. Incluso estoy fuera de antologías hechas por peruanos, como si yo no existiera, o les apestara. Me río de ellos... Sospecho que hasta me tienen miedo, ¿por qué será?

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Cronwell Jara (Piura, 1950) estudió literatura en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos y se licenció en 2001 con la tesis Propuesta metodológica para la escritura de cuentos para niños. Manual y método. En 1979, fue galardo­nado con el primer puesto en el concurso “José María Arguedas”, promovido por el Instituto Peruano-Japonés, con el cuento “Hueso duro”. Ese mismo año, obtuvo el primer puesto en el concurso de cuentos para TV, organizado por ENRAD-­PERU, con “El rey Momo Lorenzo se venga”, y se hizo acreedor a una mención honrosa en el Premio Copé de Cuento, con “Quién mató a Herminio Rojas”. De 1980 a 1983, trabajó en el departamento editorial del Instituto Nacional de Cultura. De 1983 a 1985 escribió guiones para cine (“Asalto al tren más alto del mundo”, “Petizos”, “Fray lán Alama”). En 1985 ganó el Primer Premio Copé de Cuento, con “La fuga de Agamenón Castro”. Desde 1985, viene recorriendo el Perú con su Taller Itinerante de Narrativa Breve, invitado por diversas universidades e instituciones culturales; y desde 1995 dicta el Taller de Narrativa y Poesía de la Universidad “Federico Villareal” de Lima. Desde el año 2002, dirige los talleres de cuentos en la Casa Museo José Carlos Mariátegui. Entre otros, ha publicado los libros de cuentos Hueso duro (1980), Las huellas del puma (1986), Las ranas embajadoras de la lluvia. Cuatro aproximaciones a la Isla Taquile (en coautoría con Cecilia Granadino, 1995); las novelas Montacerdos (1981) y Patíbulo para un caballo (1989) y los poemarioa Colina de los helechos (1992) y Manifiesto del ocio (2007). Varios de sus textos han sido traducidos a otros idiomas.


Giovanna Minardi (Palermo, Italia, 1958), es Profesora de Literatura Hispanoameri­cana en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Palermo, donde se ha doctorado con una tesis sobre la cuentística de Juan Ramón Ribeyro. Ha publicado ensayos sobre el cuento y la minificción hispanoamericanos (Augusto Monterroso e la minifinzione ispano-americana, 2007; Historia del cuento hispanoamericano, 2003; La cuentística de Julio Ramón Ribeyro, 2002); antologías de narradoras mexi­canas y peruanas del siglo XX y de minificciones (Breves, brevísimos. Antología de la minificción peruana, 2006; Cuentos pigmeos. Antología de la minificción hispano­americana, 2005; Cuentas. Narradoras peruanas del siglo XV., 2000; Las coreutas. Antología de narradoras mexicanas del siglo XX, 1995); además de varios artículos en revistas especializadas. Ha traducido al italiano textos de narradores mexicanos del siglo XX, así como libros de Ribeyro y de Nellie Campobello.


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